El ritmo de lo maravilloso

Écrits sur Jack Vanarsky

2007 ALICIA DUJOVNE ORTIZ

« Apocalipsis dulces, temblores flexibles en la escala de Richter de nuestra imaginación. » Es así como, en 1995, Pierre Restany presentó la obra del escultor rionegrino Jack Vanarsky en la Maison d’Amérique Latine de París. Efectivamente, la idea de esa ambigua « dulzura » está en el centro de este trabajo escultórico que no se basa en el dibujo, ni en el color, ni en la materia, sino en un movimiento ondulante de una casi insostenible lentitud. Un trabajo cuya originalidad absoluta nos obliga a comenzar por deslindar lo que no es, un poco a la manera en que el budismo define a Buda a través de una serie de « ni »: Buda no es ni esto ni aquello; Buda es la negación de Buda.

¿Qué no es la escultura de Vanarsky, entonces? En primer lugar, y aunque se mueva, no está encaminada a mostrar una acción: en estas obras, aparte del suceder del tiempo mismo, no sucede nada. En segundo lugar, su estructura está compuesta por finas rodajas accionadas por un mecanismo eléctrico, pero no alude a la ruptura sino a la reintegración: Vanarsky no corta en rebanadas una forma preexistente, sino que esas tajadas son las piezas iniciales de un objeto que se recompone al moverse. Y, por último, el ir venir cíclico y despacioso de dicho objeto no es el del tiempo que pasa, sino el del tiempo que perdura: el tiempo de la memoria.

A estas alturas ya estamos en condiciones de describir lo que sí son las criaturas ambivalentes de Vanarsky, a las que el propio artista compara con las formas inciertas de un objeto sumergido en el agua. Describirlas a partir de dos elementos, la temática y el símbolo: una mariposa, un cráneo, una soga, una regla, una flecha, un libro, un mapamundi, o bien, un par de orejas posadas sobre una puerta, o teatritos con cortinados por donde asoman los senos, el vientre o las nalgas de una mujer, convertidos en los dos hemisferios temblorosos del planeta.

Como hemos visto, esas criaturas en permanente transformación están constituidas por multitud de perfiles recortados que, gracias a un ingenioso y artesanal dispositivo eléctrico, se comportan como los anillos de la lombriz. De pronto, el objeto más cotidiano y habitualmente quieto comienza a reptar en su sitio, sin salirse de él pero revelando una inquietud interna. La intranquilidad que transmite proviene de comprobar que esos seres cambiantes no alcanzan nunca su forma real. Imposible decirnos: este momento del aletear de la mariposa representa a la verdadera mariposa y todos los demás aleteos son sus deformaciones. Comprender que no existe un instante y, en consecuencia, una forma más verdadera que la otra engendra un delicioso desasosiego que se parece al éxtasis.

Para Vanarsky, esta visión desestabilizante pero no destructiva ni agresiva se relaciona con la contemplación. En los párrafos finales de Rêverie d’un promeneur solitaire, Jean-Jacques Rousseau nos habla de la fluctuación de las olas de un lago.  » Cuando leí ese texto -dice Vanarsky—, me di cuenta de que a Rousseau las olas le provocaban un estado contemplativo porque se movían a un ritmo justo, ni muy agitado ni muy lento ».

Una experiencia personal en apariencia menos soñadora, no con las olras de un lago sino con la espuma del jabón sobre un vidrio, completa la idea. Un día -cuenta- estoy en un café casi vacío. Un limpiador pasa sobre los ventanales una sustancia blancuzca y espumosa. Mi mirada es absorbida por ese suspenso, y mi paisaje habitual se vuelve, a través del vidrio, una sombra borrosa o una ilusión. Pero también una promesa, porque el limpiador vuelve con una esponja y comienza a desnudar los vidrios. Presuntuoso, o modesto, yo me digo que mi trabajo es el mismo que el del limpiador. El movimiento introduce la capa borrosa que despertará la mirada: atención, aquí hay algo que usted no ve, que puede ver, que desea ver. No se trata de representar el objeto, ni siquiera el objeto del deseo, sino el deseo del objeto.

Obra de deseo, obra de memoria: cierta sonrisa, puede que nostálgica, une ambas vertientes. La única referencia biográfica que se le ocurre a Vanarsky para explicar las rodajas de que se componen sus objetos se encuentra en su Río Negro natal, donde los bordes del valle, llamados bardas, muestran distintas bandas que corresponden a los estratos geológicos. La infancia surge también en el humor de esa nariz que inspira y expira, solemnemente encuadrada entre telones como una pequeña diosa, en sus palpitantes globos terráqueos inscriptos en la anatomía femenina -una aspiración al fin lograda de alumno malicioso-, en sus pupitres de colegio con sus cuadernos que se abren solos, todo ello flotante, aleatorio y sinuoso. Una gran instalación realizada en 2003 muestra la habitación de Kafka con una enorme oreja estremecida (a Kafka lo horrorizaba el ruido). La imagen del escritor aparece apenas reflejada en el vidrio, corno otra imagen jabonosa. Si un chico pudiera conocer hasta ese punto la intimidad de Kafka, y si con un golpe de varita mágica le fuera dada la posibilidad de transponer esmeradamente esa realidad, colocando la vigilia y el sueño en el mismo plano, quizás el resultado no sería distinto.

Algo de viejo juguete perdido y recobrado tienen, por lo demás, las criaturas polvorientas a las que Vanarsky descascara a propósito para evitar que el espectador, frente a un objeto reluciente y con aspecto de recién fabricado, se demore en la técnica más de lo debido: « La tecnología me interesa poco y nada. Para introducir el movimiento comencé por recurrir a cuerdas y poleas. Los motores y la electricidad me procuraron el alivio de un mecanismo más confiable. Traté de desembarazarme de las mecánicas complicadas. Pero no me deshago de los lentos procesos de realización que son, debo resignarme a ello, mi manera de concebir ». Lo contrario -una creación espontánea e instantánea- habría sido asombroso: escultor de una lentitud a la que el mismo tilda de « minuciosa », Vanarsky urga en los matices del tiempo, como otros en los del color.

Nuevas tecnologías le sirven, sin embargo, de base para experiencias aún más inquietantes, como la llamada Toporgraphie, retrato del humorista, pintor, escritor y creador múltiple francés Roland Topor, realizada en 1997 junto con el videasta Gustavo Korsatz, que puso a su disposición la imagen de síntesis. « Se trataba de hacer un retrato partiendo no de un modelado o de un molde, sino de la suma de los perfiles sagitales de una cabeza. Con ese procedimiento, el parecido debía sobrevenir, a partir de formas no discernibles a simple vista, ineluctablemente y como por sorpresa. « El escáner y la computadora proveyeron la información necesaria. » El resultado es un trío de « Topores », dos de ellos anamórficos, pero los tres con algo de momia barrosa, Golem animados por uno indiscernible intención. Todo había sido estudiado; la informática había proporcionado los elementos para que el modelo se asemejara a él mismo. Pero algo se salió del esquema: la muerte de Topor, que, como dice Vanarsky, « afectó a Toporgraphie de una gravedad que no había sido prevista ».

Efecto vertiginoso

Con su propio rostro, Vanarsky se muestra de una más decidida malignidad. La cabeza que da vueltas está compuesta por una serie de collages de dieciséis autorretratos recortados en laminillas y combinados entre ellos. Efecto vertiginoso garantizado. Basándose en la teoría del parecido del hombre con los animales expuesta por Le Brun, pintor oficial de Luis XIV, Vanarsky ha realizado también, entre muchos otros, un Autocamello y un Autoloro, que replantean fuertemente la duda sobre nosotros mismos. La exposición de estas autovisiones bestiales se intituló Cómo soy de bruto y los argentinos pudieron verla en septiembre de 2004, en la galería Dharma.

Su « Proyecto de enderezamiento del Sena » o el de « Transformación de la autopista periférica de Paris en dos líneas rectilíneas y paralelas », dos planos urbanísticos presentados con una imperturbable seriedad, llevan al terreno geográfico la misma desacralización que Vanarsky ya había cometido en relación con los grandes maestros del arte moderno: Mondrian, Duchamp, Picasso, Matisse.

En la Bienal de Buenos Aires presentada en el Museo de Bellas Artes en 2002 pudieron verse algunos libros, algunos mapas eróticos y la Toporgraphie, de Vanarsky. Pero la gran esperable y merecida exposición vanarskiana en el más importante museo porteño aun no ha tenido lugar. Desde hace unos años, el artista comparte sus búsquedas con sus colegas de la comisión plástica del Collège de Pataphysique, fundado en homenaje al Pere Ubu de Alfred Jarry. Un libro publicado en marzo por Editions du Seuil consagra una sección importante a la obra descolocante de nuestro compatriota, descubierta por muchos durante la Exposición de Sevilla de 1992, donde un libro gigante movía sus páginas como para hacer ver que, de entre todo lo que se ha escrito, no existe ni una línea fijada para siempre.

El aspecto físico de Jack es una mezcla de Einstein y de Gepetto, el padre de Pinocho. Su obra también tiene algo de los dos: los cálculos del matemático y la ternura del artesano que anima a sus criaturas jugando con su vaivén entre mentira y verdad. Criaturas de un aplicado realismo, pero cuyo ritmo alargado nos mantiene en una ansiedad indefinida, como si algo fundamental para nosotros prometiera vagamente venir. Unos versos de Silvina Ocampo parecen hechos para designar la espera: Que pronto llegue lo horrible / que lentamente llegue lo maravilloso.


© Alicia Dujovne Ortiz 2007.
«El ritmo de lo maravilloso». Catalogue de l’Exposition «Un universo en lo metafisico», Museo de la Ciudad, Valencia, Espagne.

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